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lunes, 25 de abril de 2022

Resumen: XXII Café Filosófico Virtual: "¿Qué significa vivir en pareja?"

 ** Aviso ** Esto es un resumen de la actividad. Puede contener equívocos y algunos comentarios o aportaciones que se hicieron pero que no se se recopilaron.

Empezamos el Café Filosófico Virtual nº 22 calentando motores y realizando un pequeño disparador para situarnos frente al tema. Les pedi que pensaran en cinco normas, ordenadas de mayor a menor, que deban darse en una relación de pareja sana. 


 Cada quien dio su lista y sus prioridades. Entre estas salió el diálogo, la confianza, el respeto, la vida sexual activa, el cariño, el compromiso, la responsabilidad, los proyectos comunes, el espacio individual, etc.

Tras esto pasamos a leer los fragmentos del libro Amo, luego existo, de Manuel Cruz (Espasa, 2010) y pasamos a analizarlos.

1. El amor entre los cuerpos (Pedro Abelardo y Eloísa)

«Parecería como si el umbral máximo de lo que resultara entre nosotros correcto aceptar para quienes han dejado definitivamente atrás la condición de cuerpos gloriosos fuera el de una ternura apenas coloreada por una suave tonalidad pastel de pasión residual. Pero tal vez el cuerpo responda a una lógica que a tales discursos se le escapa por completo. Tal vez sea que, así como la palabra guarda la memoria del alma, el deseo conserva la memoria del cuerpo. O quizá sea que el cuerpo tiene su propia memoria y es capaz de ver en el cuerpo que yace a su lado el que fue, aunque ya apenas lo sea; rescata del olvido el brillo del pasado y lo trae, con amorosa delicadeza, hasta el presente, redimiéndolo de la usura del tiempo, del castigo inmisericorde del devenir. Se equivocan quienes creen que los cuerpos se conforman, se resignan, se avienen a lo que les es dado. No. El cuerpo recuerda la plenitud que tuvo aquel otro con el que ahora se está fundiendo. El cuerpo preserva la memoria —su propia memoria— de lo que conoció, de lo que alguna vez fue suyo. No intento referir una ensoñación o una fantasía. Absténganse de sonreír, displicentes, sobrados en su ignorancia, quienes no conozcan esta experiencia: sentir la violenta punzada del deseo al reconocer en ese cuerpo que ha cambiado radicalmente, que casi en nada se parece al de tiempo atrás, sus contornos perdidos, el fresco olor que lo identificaba, la tersura hoy marchita de su piel. Solo desde esa memoria del cuerpo a la que me he venido refiriendo resulta inteligible tan reveladora experiencia. Quienes sí la conozcan no solo sabrán, con perfecta exactitud —con total precisión—, de qué he estado hablando. Gozarán, además, de un privilegio suplementario: comprenderán el significado profundo de lo que les pasa y, en similar proporción, acaso les sea dado reconciliarse con ello, desembarazándose, en el mismo gesto, del sentimiento de vergüenza y de culpa que esta sociedad se obstina en cargar sobre sus conciencias por cometer el delito de desear libremente.»

2. Del amor como alegría (Spinoza).

«Aquello, por tanto, que constituye la condición de posibilidad de la alegría es al propio tiempo lo que la amenaza. Aquello que el individuo ama porque constituye el instrumento privilegiado para alcanzar la felicidad es precisamente aquello que lo esclaviza y, en la misma medida, lo que le resulta odioso. Las emociones, imprescindibles para preservar, perseverar y mejorar al sujeto, lo convierten en dependiente de la fortuna, condenado «a ser zarandeado por causas exteriores y no gozar nunca de la verdadera tranquilidad de ánimo». La inequívoca inspiración estoica de los planteamientos spinozianos aboca, en el caso específico de la emoción amorosa, a la misoginia y, en el de las emociones en general, a la renuncia a las cosas que otros consideran esenciales para el bienestar. No existe, de acuerdo con lo expuesto, más amor que el amor anestesiado, más pasión que la que conseguimos que no exista. Hay renuncia, reconoce Spinoza al final de la Ética, pero ella misma es la prueba de que hemos alcanzado la felicidad. Alguien podría valorar este recurso argumentativo postrero como una manifestación, apenas enmascarada, de la ancestral tendencia del pensamiento a presentar lo inevitable como virtuoso. Se diría que nuestro autor intenta protegerse de este reproche cuando concluye su libro con un tan rotundo como enigmático «todo lo excelso es tan difícil como raro». Pero tal vez conviniera detenerse un paso antes de esa conclusión, en el momento en el que Spinoza constata el misterio que acompaña a la elección de la persona amada. Que quedemos prendados de alguien que sobre el papel no cumplía ninguno de los requisitos que estábamos convencidos de que debía cumplir nuestra pareja ideal o que, a la inversa, nunca estalle la chispa con aquella otra persona que sí parecía cumplirlos y con la que incluso, por añadidura, teníamos trato frecuente y fluido, quizá no impugne la idea spinoziana de que lo que está en juego en el amor es la satisfacción de toda una serie de necesidades profundas del yo. Acaso lo que pruebe la pareja inesperada o sorprendente es que uno nunca termina de conocerse del todo a sí mismo.»

3. Acerca de la promesa, tan imposible como inevitable, de amor eterno (Nietzsche).


«Caemos entonces en la cuenta de que lo que realmente habríamos perdido en el camino es algo de nosotros mismos. Nuestro propio yo habría cambiado, lo que es como decir que el yo anterior habría muerto. Se trata, señala Proust, de «una verdadera muerte de nosotros mismos, muerte tras la que vendrá una resurrección, pero ya de un ser diferente y que no puede inspirar cariño a esas partes de mi antiguo yo condenadas a muerte». La cosa va más allá, pues, del hecho sabido de que mi relación con los otros proporciona la ocasión, el medio, para tener noticia de mí, o incluso de que la única forma de experiencia de mí mismo me viene dada a través del otro. Estaríamos afirmando que en realidad son los otros —y especialmente esos otros a los que nos abandonamos en la experiencia amorosa— quienes nos constituyen, quienes nos conforman, quienes nos hacer ser, precisamente, aquello que somos. De tal manera que cuando se van, cuando los perdemos, cuando desaparecen de nuestras vidas, se llevan con ellos algo sustancial, básico, de nuestra realidad personal. Su muerte es nuestra muerte o —si es nuestra la decisión de terminar con ese vínculo— nuestro suicidio. No se pretende con lo anterior cargar las tintas retóricas o deslizarse hacia la grandilocuencia sentimental. Estamos hablando de la esfera simbólica, claro está, pero resulta escasamente discutible la centralidad que la misma ocupa en la existencia humana. Quedarnos sin un yo continuo, permanente, estable (opción con la que tanto parece sintonizar Nietzsche), altera de manera sustantiva los esquemas mentales con los que estábamos acostumbrados a funcionar, también en materia amorosa. Si pasamos a hablar en términos de discontinuidad del yo o, dando un paso más, de múltiples yoes a lo largo de nuestra vida, la mayor parte de registros con los que funcionábamos para administrar nuestras relaciones con el futuro y con el pasado parecen saltar por los aires. ¿Qué sentido podría tener la nostalgia por un pasado que atribuiríamos a un yo diferente al actual? ¿O la melancolía por lo que pudo haber sido y no fue... de otro? ¿Tendría más sentido la ilusión por lo que pueda esperarle a alguien que tal vez ni siquiera sea yo mismo? Acaso la disolución más inquietante del yo no sea la que se produce en la cima de la pasión, en los instantes-cumbre del vértigo amoroso: a fin de cuentas, de tales presuntas disoluciones teníamos sobrada noticia a través de los románticos —que se encargaron, de paso, de tranquilizarnos, haciéndonos saber el carácter reversible, un poco de mentirijillas, de las mismas—. El escritor que, exaltado y torrencial, nos narra cómo vivió aquella experiencia en la que creyó perder su yo en otros brazos puede hacerlo, precisamente, porque lo ha recuperado (y regresa para contarlo). La tristeza fría del que juró amor eterno en vano es, en cambio, el relato remansado de la ruina de una intensidad. La crónica de una desaparición que se lleva consigo al cronista. El mapa de un mundo empobrecido.»

4. El debate sobre el paternalismo (Sartre y Beauvoir).

«No solo la figura de la sacerdotisa o el poeta sino también la del enamorado aparecía revestida de un considerable prestigio social. Eran locos, sí, pero locos elegidos por un dios que los había trastornado. Su locura, en consecuencia, era pasión, inspiración, delirio profético. Frente a esto, probablemente lo más correcto que cabría decir para señalar la diferencia respecto a la situación actual es que nosotros no terminamos de saber a qué carta quedarnos, excepción hecha de la enfermedad mental, de la que se ha hecho cargo decididamente el discurso de la psiquiatría. Pero si pensamos en el caso de los enamorados, parece claro que nuestra sociedad tiende a considerarlos o no incompetentes básicos más por las consecuencias de sus acciones que por sus acciones mismas. Si aquellas resultan institucionalmente aceptables, los errores de perspectiva de los protagonistas tienden a ser juzgados no solo como inocuos, sino incluso como necesarios (por no decir positivos). De tal manera que a nadie se le ocurriría, pongamos por caso, preocuparse en el transcurso de una ceremonia nupcial por el hecho de que los contrayentes, cegados de amor, creyeran ver el uno en el otro dones interiores o exteriores que a un observador imparcial se le antojaran más que dudosos. En tal caso, a buen seguro dicho observador tendería a manifestar, en un alarde de condescendiente consecuencialismo: «mientras sean felices...». En tanto que si, por el contrario, esa misma ceguera de amor les llevara a cometer locuras, esto es, poner su vida patas arriba, deshaciendo un hogar, poniendo en peligro sus bienes u otras catástrofes parecidas, lo más probable es que, de estar en su mano, el presunto observador imparcial de hace un momento intentara incluso incapacitarlos (esto es, declararlos incompetentes básicos desde un punto de vista legal). Nuestra sociedad, en efecto, no parece acabar de saber a este respecto a qué carta quedarse con los enamorados. Pero, en todo caso, mientras de puertas para afuera los jalea abiertamente, de puertas para adentro da la sensación de que no se fía ni un pelo de ellos. Desde luego, Sartre en sus libros parecía desconfiar mucho. Con todo lo que él había vivido. ¿O tal vez era precisamente por ello?»

5. La construcción social de la soledad (Hannah Arendt)

 «Tal vez sea este el cabo del que valga la pena tirar para intentar deshacer la pequeña madeja esbozada. En efecto, vista desde esta última perspectiva, cabría definir la soledad como la vivencia de que no importamos a aquellos que nos importan. La persona que le cuenta a otra su sentimiento de soledad no está incurriendo en una grosera contradicción (¿cómo va a estar solo alguien que tiene ante quién lamentarse de su soledad?), porque el supuesto de fondo es esa dimensión cualitativa, selectiva, de la soledad. Que incluso admitiría una vuelta de tuerca más: nos sentimos solos cuando no importamos de la manera que querríamos importar a aquellos que nos importan. El adolescente perdidamente enamorado de su compañera de pupitre no obtiene el menor consuelo porque esta le diga que siente un profundo afecto por él, o que lo considera su mejor amigo, y tiende a experimentar un sentimiento de abismal soledad por no ser correspondido. Por supuesto que la noción de importar dista de estar clara o de resultar inequívoca. Hay importancias que nos vienen dadas (en muchos sentidos), en tanto que otras dependen por completo de nosotros. Una madre o un padre no deciden que sus hijos son importantes para ellos (si se lo plantearan en tales términos probablemente diríamos que son padres desnaturalizados), mientras que en el caso de relaciones de un tipo distinto lo propio es afirmar que implican de manera necesaria un alto grado de construcción. No es solamente que uno elija, pongamos por caso, a sus amigos, sino que la relación misma de amistad, como suele decirse, se cultiva, esto es, reclama atención, cuidado e incluso mimo. Algo parecido cabría afirmar de la relación amorosa. Pero en todo caso hay una cuota ineludible de soledad, consustancial al hecho mismo de vivir con otros. No hay modo de sortear esa realidad: de la misma manera que todos conocemos la experiencia de estar solos, así también con bastante frecuencia no nos importan de la manera que ellas quisieran personas para las que nosotros podemos ser extremadamente importantes. No queda más opción que el aprendizaje de la soledad, que el esforzado trabajo interior de no identificar soledad con abandono, de aceptar que la compañía de los demás se dice de muchas maneras. En el primer redactado de la presente reflexión concluía señalando que, a fin de cuentas —por cambiar de registro (y recuperar de paso un argumento del principio) —, nadie está más solo que el que escribe y nadie, al mismo tiempo, puede esperar mayor compañía que la que proporcionan los textos. Luego, voces queridas me advirtieron del peligro de que un planteamiento así evocara concepciones romántico- idealistas-subjetivistas de la escritura. Decidí entonces acogerme a la autoridad de Arendt y recordar lo que ella escribe al tratar del hombre que ama la bondad: «en su vida con los demás ha de ocultarse de ellos y ni siquiera puede confiar en sí mismo para atestiguar lo que hace». En definitiva: «no está solitario, sino solo». Radicalmente solo, por si hace falta remachar el clavo.» 

6. ¿Por qué le llaman amor cuando quieren decir sexo? ¿O es justamente al revés? (Foucault)   

«Nos permiten pensar incluso la propia condición sexual como producto histórico-social. Pero —henos aquí ante la pregunta decisiva— ¿hacen inteligible el amor o lo convierten en un imposible, un espejismo o una excrecencia de otra cosa distinta a sí mismo? ¿Es solo un modo de subjetivación como cualquiera en el que el otro oficia a modo de instancia necesaria para la producción de la propia subjetividad? ¿Ejemplifican las relaciones que tienen lugar en el seno de una pareja aquel juego a que antes se aludió entre sujeto y sujetado, en el que la persona amada se constituye en el polo al que la que ama debe someterse (porque, en sus expectativas, anhelos y deseos, representa al tiempo que materializa un conjunto de normas sociales), pero que a la vez la instituye como soberana, protagonista libre que funda y decide el sentido de su propia existencia? En buena medida sí, con todo lo que esto implica. Porque la estricta aplicación de la lógica foucaultiana deja en evidencia, no solo cuánto tiene de frágil la sujeción, sino también cuánto tiene de espejismo la soberanía. El mismo vínculo amoroso que en un primer momento puede ser vivido como liberación (porque por fin permite al que ama estar con la persona amada sin restricción alguna), más tarde puede ser percibido como atadura. Y a la inversa: lo que antes de conocer a alguien pudo ser identificado con absoluto sometimiento, al enamorarse puede pasar a ser experimentado como plenitud liberadora. Al individuo le pasa lo mismo que a los grupos sociales, y de la misma manera que la historia de la humanidad está trufada de episodios de rechazo a las prácticas sociales encaminadas a la producción de identidades sometidas, de desobediencia de individuos y grupos a situaciones que finalmente han terminado por percibir como intolerables, así los individuos constantemente dan por finalizados capítulos de su existencia que en su momento abrieron con vocación de eternidad. Foucault, en efecto, se esforzó en pensar distinto. Lo que significa, entre muy diversas cosas, que intentó pensar con otras metáforas, tutelado por otras imágenes. Sabemos —gracias, entre otros, a Richard Rorty— a dónde conducen las figuras geométricas que atraviesan toda la filosofía occidental: a esquemas dicotómicos, jerárquicos y claustrofóbicos que convierten los límites del lenguaje en confín irrebasable. Así, ideas como la de la liberación son hijas de un esquema de este tipo, en el que el rechazo del orden establecido solo podía pensarse como fruto de una identidad alternativa, o de una identidad esencial sojuzgada que había terminado por rebelarse. Pero eso que nos obstinamos en llamar nuestra libertad ni está esperándonos en ningún exterior (como sucede en el modelo en el que alguien desde fuera viene a decirnos cómo debemos ser o cómo tenemos derecho a vivir, esto es, hace que veamos la luz), ni a salvo en el sagrario de ninguna profunda intimidad (como ocurre en esa versión según la cual algo muy dentro de nosotros nos lleva a responder de una determinada manera). Tanto Foucault como Deleuze han intentado superar este esquema imposible sugiriendo la noción, de inspiración inequívocamente visual («La superficie no se contrapone a la profundidad [que retoma a la superficie] sino a la interpretación»), del pliegue. Un pliegue es un interior hecho de exterior. Plegamos el exterior cuando en la relación que mantenemos con nosotros mismos aceptamos o rechazamos, asociamos, elegimos o combinamos modos diferentes de acción. Es así como conducimos nuestra conducta y somos artífices de esa conducción. Es en eso en lo que se sustancia la tan manoseada idea de libertad: en el margen, fundador de sometimiento o de novedad, de aceptar o rechazar, al que no cabe renunciar y del que no nos pueden desposeer. Pocos como el autor de Historia de la locura o Vigilar y castigar han mostrado con tanta crudeza el mal del que procedemos, el daño que habitaba en nuestro origen. Pero es precisamente el ser sabedor de todo eso —y el habérnoslo hecho saber a nosotros— lo que colma de sentido esa invocación a la pasión con la que se vio bruscamente interrumpida su obra. Era una invocación luminosamente desesperada: o habilitamos un pliegue para la vida o quedamos convertidos en un puro exterior, aplastados bajo el poder, adheridos a sus contornos como una segunda piel, convertidos en mera caja de resonancia de sus designios. La vida, precisamente porque es mortal, tiene que ser una obra de arte. Una existencia puede ser una obra perfecta y sublime, y se hace difícil pensar que tal cosa pueda darse sin la presencia de la pasión y del amor (¿nos atreveríamos a decir que vivió plenamente alguien que no los hubiera conocido?). O, si les parece, formulemos esto mismo en forma de máxima: una vida que renunciara a semejante aspiración, que no apuntara a un horizonte como el señalado, no sería digna de ser vivida.»


Concluimos la actividad eligiendo democráticamente el tema y la fecha para el XXIII Café Filosófico Virtual

Domingo, 8 de mayo a las 17:00 (hora española)

"¿Existe una pérdida de principios en nuestra sociedad?"

 

Referencias
Amo, luego existo. Manuel Cruz. Espasa, 2010

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