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domingo, 11 de julio de 2021

En contra de la academia... Bueno, espera.

El otro día discutía, como discuten las personas que se aprecian, con una compañera de profesión de la ya tradicional diferencia entre el docente academicista y el docente didáctico en el mundo de la Filosofía.

 

Desde la Academia el discurso casi siempre es oscuro, salvo honrosas excepciones, de difícil entendimiento y bastante vedado para un grupúsculo de elegidos que portan las esencias, saben los detalles más mínimos y nimios de las estructuras filosóficas de, como se suele llamar en esos entornos, de primer orden y hasta incluso de segundo orden. Como si ya, de partida, la filosofía o el filosofar tuviera, como elegido por un ente invisible, una propuesta eidética, estructural o conceptual más importante y otra que, pobrecita mía, le acompañase y tratara de replicarse como importante.

 

 

También es cierto, como ha apuntado el Prof. Barrientos (Universidad de Sevilla) que la filosofía, y el filosofar en concreto, no puede construirse sin su materia prima, las ideas y las propuestas que esta hace. Sin embargo, cuando accedes a ese lugar llamado academia o cuando acudes a algunos de sus eventos magnánimos, como son sus conferencias, te das cuenta de que las ideas, el compromiso con ellas o la honestidad y coherencia entre pensamiento y acto brillan por su básica ausencia. Más bien existe un endiosamiento a sus portadores, como si hubieran sido iluminados por un ente proverbial y su persona valiese mucho más que lo que está poniendo encima del tapete o comentando de este o aquella autora.

 

En el otro lado, de esta discusión que tuve con mi querida compañera, están los docentes o quienes buscan maneras atractivas o fáciles de acercar el pensamiento, las ideas de autores (y unas pocas autoras) y la aplicación del pensamiento a la realidad del alumnado. Es, sin embargo, paradójico como en muchas ocasiones el profesional de la didáctica o de la aplicación de herramientas filosóficas olvida la historiografía de las ideas o a los autores que las han sostenido y defendido, a veces con su propia vida, o las han desarrollado hasta el punto más fino y exquisito del pensamiento de su época o adelantándose a la esta.

 

Existen, pese a todo, “mercenarios de la didáctica”. Esto es, docentes que les importa un pimiento o un bledo la propia función de la filosofía en la sociedad y se dedican, como lindos papagayos a repetir y reiterar una y otra vez, y sin mover una coma del sitio, lo escrito en algunos apuntes de su facultad o del libro de texto de hace, con suerte, dos leyes educativas anteriores. En este punto, una propuesta de innovación les parece ridícula e impensable y muy alejada de lo que se supone que nos ha dicho la academia que es la filosofía y el filosofar. Todo lo demás, es una pérdida de tiempo o, siendo incluso más afilado, aunque no ingenioso, les parece “cartulinas y ruedines”.

 


Y en todo esto, está el dónde y a quién, obviándose lastimosamente. El entorno educativo, la sociedad que hay detrás y a la educamos está en un lugar tan lejano a esta discusión que parecería hasta ridículo planteársela. Sin embargo, todavía hace falta hacerla, porque todavía hay que justificar que ni la didáctica, y sus herramientas, son ideas de postmodernos relativistas, ni la academia ha muerto para siempre y dentro de esta hay aún profesionales que tratan de ver su trabajo no aislado, sino como motor de muchas otras propuestas subyacentes.

 

Llegando ya a este punto de este escrito, ¿qué nos queda al resto? ¿Posicionarnos como quienes debe elegir entre estudiar saberes científicos o humanísticos? ¿No hay un término medio en el saber riguroso, la investigación de la academia y la aplicación, la innovación docente? ¿Habrá una salida que se dignifique entre el docente académico con un ojo visto en la didáctica y en la innovación docente? ¿Son caminos excluyentes?

 

Algo que debería ser entendido de base es que enseñar filosofía no es solo enseñar contenidos filosóficos, también hay estructuras filosóficas, capacidades y habilidades de pensamiento, como el crítico, que deben ser consideradas y puestas a disposición del alumnado. Ahí, por ejemplo, entrarían pedagogías como la de Paulo Freire o las propuestas de filosóficas y pedagógicas de Lipman y Sharp, en el que la comunidad no es un espacio en el que competir, sino desde donde crecer, escucharse atentamente y descubrir aquella flexibilidad cognitiva que me saca de mi aquí y de mi ahora. Es decir, ya no son ser un yo frente al nosotros, sino ser un nosotros frente al quietismo eidético.

 

Otra cosa que también tendrá que considerarse es que la pedagogía, ya no solo la didáctica, suele ser un desconocido entre los profesionales de la filosofía. No se puede hablar de enseñar filosofía o a filosofar si no se conocen, al menos, aquellos conceptos claves y esenciales que todo docente debe reconocer y aplicar en su aula.

 

Por esto, y por muchas otras cosas que no vienen a cuento en este escrito, debemos rescatar, sin peros, esa simbiosis esencial de la Filosofía Teórica* y la Filosofía Aplicada, porque la parte teórica se desarrolla desde la aplicada y la aplicada no tiene sentido sin una cara teórica que la sustente y le de cobijo. No se puede enseñar pensamiento crítico sin lógica informal, como no se puede hacer un taller en el que se aborde la cuestión fenomenológica sin haberla estudiado.

 


Puede que por eso sea tan esencial, cada vez más, rescatar el valor que tiene la comunidad, los espacios de crecimiento y de reflexión en los que constantemente se ponen a prueba los conocimientos y se aplican a contextos concretos. Esto es, se baja la filosofía, o su valor teórico, a la calle y se desarrollan sus propuestas hasta su fin o su incapacidad. Como aquella comunidad científica que cuestiona sus avances probándolos una y otra vez o este espacio del que escapar de la individualidad hacia lo social, como apuntaba Emmanuel Mounier. Un comunitarismo que rompa al sujeto.

A lo que no podemos aspirar, o al menos no lo que demanda la filosofía que viene, es a un debate constante, un cabreo contra lo que no es lo mío y una postura que no sea dialogada y entendida. O simplemente, a conceder la entidad de realidad mínima al otro, al producto del saber y a su aplicación en un contexto determinado. Una comunidad, al estilo sharpiano, en el que cada individuo tenga un valor en sí mismo, una voz digna de ser escucha y no propongamos una jerarquía de base o la invisibilidad de unos por el protagonismo de otras áreas.

 

Puede que, como conclusión, nos falte a todos los agentes de esta insulsa pelea, humildad, escucha y voluntad para llegar al entendimiento, con el fin de conseguir alcanzar horizontes de encuentro, en lugar de seguir replicando las disputas políticas por no llegar a consensos en políticas educativas, por solo mencionar la que nos compete.

 

*Entiéndase aquí también a la Filosofía Práctica dentro de la Filosofía Teórica.

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La filosofía no promete asegurar nada externo al hombre:[...] el objeto del arte de vivir es la propia vida de cada cual.
Epicteto